22 de agosto de 2006

sorrojos = ojos rojos


Fotografía: Arancha Merchán

En las esquinas había trozos de cartas, se habían refugiado allí porque pensaban que estaban a salvo. El mundo es un conjunto de cartas con un conjunto de canciones de fondo. Y luego hay como pequeñas historias que parecen las grandes, que las rodean, como el trabajo o la vida, porque la verdadera vida es otra, es la que hay debajo de la cama, es la que hay en el último cajón, la que hay en nuestros sueños. Es la que nunca vemos de lo escondida que está, porque es un tesoro. Decenas de cartas por año, le había querido en la distancia como sólo se puede querer cuando no hay razón por medio, cuando la locura ha tocado los cerebros reblandecidos por la calidad de la pasión, la había querido tanto que dolía, quemaba por dentro en un fuego que abrasaba todo. La había querido desde siempre, desde antes de que empezaran a darse besos, desde antes de ser novio y novia, desde antes de conocerse en realidad y desde antes de verse. Una noche alguien me preguntó que desde cuando nos conocíamos, yo le dije mi edad, "desde hace treinta años", "o antes", murmuré con una sonrisa.

Ella también me había (dios, que doloroso es el tiempo verbal) desde siempre querido pero su impaciencia planeó casi desde el principio, como aquellas aves carroñeras que esperan el cadáver. Cayó el amor, cayó la vida, se calló el canto, se secó el dulzor, el mundo se marchitó ante nuestros sorrojos de mantenernos despiertos, enamorados y atentos, como los niños que esperan a los reyes magos. La distancia nos mató al final. Ella se casó después de un año sin cartas, sin llamadas, sin escapadas de fin de semana, ella se cansó, se casó, se embarazó. Aunque necesitó un montón de silencio antes. Creo que no debí aparecer allí, sólo nos cruzamos un momento la mirada, ella me adoraba, yo la reverenciaba. Cruzamos las miradas y en ese momento se podría haber caído la cúpula de la catedral y matar a todos los asistentes. Nos hubiéramos quedado solos. Ella con su traje blanco manchado por la polvareda y el pecado, yo con mi traje de chaqueta recién salido de una batalla, como el héroe victorioso de rostro ennegrecido. No fue la catedral de piedra real, fue la de papel elemental, la que se derrumbó en su interior. No debí ir. Luego me escabullí como un asesino elegante que ha depositado el veneno en el vaso correcto y sólo debe esperar a que haga efecto. Aquel día me escabullí en mi noche.

Rompo las cartas, me intento librar de algo contra lo que no puedo luchar. Soy un niño que da inofensivos puñetazos en la pierna del gigante (éste me ignora, cuando despierte me matará). Sólo es un teatro, ya estoy muerto, mato porque me siento morir, me siento acorralado, daño mientras muero. Sin ti no hay yo. Hoy es el último día. Mañana nacerá un nuevo ser, mañana nacerá su bebé. ¿Aborto?

a A., te quiero desde hace treinta años (o antes)